lunes, 7 de diciembre de 2015

Medio día



Cómo hace falta la ausencia cuando no está latente,
aplicando su sutil deseo a la víspera de su llegada
porque no quiere que la vida la encuentre sin recuerdos
con los amaneceres blancos y las mitigaciones del medio día
ojalá no le esperen con un golpe a sus espaldas,
paupérrima sentencia de autoridad y propulsora de inexorable amor.

Sabrá la vida si la selva de cenizas propuesta por su fe
se esparcirá como una vehemente circunvalación del otoño,
pero – ya qué- concebido por su sol, y concedido por su dios.

Los trazos de armonía que refleja la sonrisa
de sus abrazos, retornan en destrucción infinita
con la fuerza de los adioses eternos, de los primeros cuentos
y de las bienvenidas sin rechiflar una sola palabra
de recuerdo y de avistamiento de los soles
puntiagudos que calientan la sangre de sus sueños de cristal.



Feliz Cumpleaños



Feliz cumpleaños.

54 centímetros. 3500 gramos. Bellos por todo el cuerpo. 5:27 de la mañana. Nací en septiembre. Esa época interesante y persuasiva, donde las golondrinas inician su incesante migración de 12.000 kilómetros de regreso a sus lugares de cría. Con una familia humilde – ni para bien ni para mal- crecí en un poblado paralelo al río Atrato, sur occidente colombiano. Esa región donde los afros abundan, donde el pescado es pan de cada día y donde los niños se bañan con totumas mientras cantan y bailan con los pies pelados de andar y brincar. 

Tengo 13 años, pero si me fuera para Bogotá, la gente diría fácilmente que tengo 17. Soy alto, fornido y de color canela quemado, ese que se camufla con el polvo que levantan las motos cuando pasan por las trochas.

Acá escuchamos chirimía, música autóctona, de esa que dicen que se lleva en la sangre para bailar, para hacer redoblar los tambores con identidad y con letras que hacen pensar hasta al más irreverente sociólogo. 

Mi madre tiene 31 años, es lavadora de pescado acá en el puerto de Quibdó con a mi tía Nora. Salimos a vacaciones del colegio hace 2 semanas, el otro año paso a 7°. Quiero ser músico, he empezado a prender a tocar cununo, ese tambor con sonidos profundos, que hacen palpitar a su propio ritmo el corazón de los bailadores. 

Me paso los días jugueteando y corriendo con mi primo Junior. Ese que me grita – ¡Ve Jackson! Salí a jugar, vamos que me prestaron un balón de fúlbol. Jugamos cuca patada con Junior, Samir y Jarlison, esperando a que nuestras mamás nos llamen y nos entren para el almuerzo. 

Frente a la casa de Samir, mi vecino, vive Don Royer, un viejito de unos 63 años – aunque parecen más- que vive en una casa de lámina, dicen muchos que lleva toda la vida ahí, solo. Cuentan que él mismo construyó su chocita, porque la policía le mató al papá, el único que le quedaba, luego de que su mamá muriera en el parto. Fue hijo único.

Don Royer sale todos los días con sus gafas “culo de botella”, se para en medio de la trocha, mira para el cielo. Tan azul como su viejo reloj que limpia y brilla todas la mañanas. Se prende un cigarrillo y comienza su travesía diaria por el sector Las Violetas. Saluda a doña Rebeca, a Jaimito - el embolador de la zona – y se sienta un rato en la banca de la entrada a la tienda de Chepito.

Abre la boca, aspira su cigarrillo como si fuera el último aliento de su vida. Así fue. Don Royer, era mi profesor de cununo, se fue, para no volver. Nadie lo veló, nadie lo abrazo, ni nadie lo lloró. Sólo yo, que vi esfumar mi sueño de la música, como la ceniza de ese útlimo cigarrillo importado de Don Royer. Miro al cielo azulino, una banda de golondrinas cruza por encima de nuestro barrio. Mi madre me abraza, me encuentra en la calle, me lleva para la casa y me sirve una sopa de pinto, recién tostado y molido. Hoy es mi cumpleaños.